Pedro Aponte Vázquez. Puerto Rico. tomado de ARGENPRESS.info
En días recientes se ha estado machacando sobre las implicaciones legales y políticas de la soberanía de las naciones y hasta se ha cometido la imprudencia de pedirle al presidente Obama que intervenga para hacer respetar esa soberanía en Honduras por motivo del golpe de estado militar que Estados Unidos aparentemente ha auspiciado contra el pueblo hondureño.
Se ha estado hablando de soberanía, además, por la anterior invasión de territorio nacional ecuatoriano por tropas colombianas y, más recientemente, por la subordinación del presidente colombiano Uribe a los intereses yanquis. A este se le ha ocurrido nada menos que permitirles a las fuerzas armadas del Coloso del Norte operar en siete bases militares desparramadas por el territorio nacional de Colombia con la agenda oculta de propiciar la violación de la soberanía de sus vecinos. Parece desconocer Uribe que Estados Unidos, por su parte, está buscando un acomodo geográfico que le permita tomar control militar de los grandes abastecimientos de agua de la región, lo cual se le facilitaría si no está entre países soberanos que lo molesten.
Hasta en la Comisión de lo Jurídico del Senado de Estados Unidos ha salido a relucir el concepto de la soberanía nacional a causa de las vistas de confirmación de la jueza neoyorkina de padres puertorriqueños Sonia Sotomayor para un asiento en la Corte Suprema de ese país.
Durante años, cada vez que he escuchado o leído argumentos en relación con la defensa que unos y otros han hecho de los poderes soberanos de sus respectivas naciones, los contrasto con las también bochornosas declaraciones de compatriotas boricuas durante el pasado medio siglo en referencia a la búsqueda de una solución definitiva a nuestra condición de nación intervenida. Los políticos en Puerto Rico, salvo unos pocos que tienen todo el decoro que les falta a muchos otros, hablan nada menos que de pedirle permiso al poder invasor hasta para hacerle una simple consulta al pueblo: una consulta –créame lo que le digo– sobre si quiere ser libre, permanecer esclavo con una cadena un poco más larga o disolverse en provincia yanqui. Esos políticos boricuas hasta le preguntan al invasor de su país qué requisitos deberá cumplir cualquier opción que ellos le presenten al Congreso con miras a ponerle fin a nuestra asquerosa condición colonial. «Ése problema tienen que resolverlo ustedes mismos» –nos dicen sonrientes y siguen caminando.
De primera intención, el motivo de que el tema de la soberanía haya surgido dentro del contexto del proceso de confirmación o rechazo del nombramiento de Sotomayor parece ser el manifestado: que ella se había expresado unos años antes a favor de la postura que han sostenido dos juezas y un juez de la Corte Suprema en torno a la utilidad de que los jueces de esa Corte tomen en consideración, en ciertos tipos de casos, las opiniones que ante hechos similares hayan emitido jueces de otras naciones. Un senador de los que infructuosamente se opusieron a su confirmación planteó que esa práctica violaba la soberanía de Estados Unidos, pues constituía algo así como un acto de sumisión de la judicatura yanqui a la de un poder extranjero. Así de celosos, delicados y orgullosos son los yanquis con su soberanía nacional... pero no con la ajena. No obstante, otro motivo para introducir el tema en las referidas vistas podría haber sido una frase de Sotomayor en el prólogo de una tesis que escribió en su último año de estudios en la Universidad de Princeton unos 30 años atrás en la que se identifica como favorecedora de la independencia de Puerto Rico.
Es irónico que allí se aludiera a la soberanía de Estados Unidos en presencia de Sotomayor, cuyos padres son oriundos de un país al que las tropas yanquis se la arrebataron a tiro limpio durante una invasión militar y me pregunto si la alusión al asunto no sería en realidad una advertencia para la ya confirmada jueza asociada de la Corte Suprema de Estados Unidos.
Esa violenta y cruenta violación del territorio nacional puertorriqueño en 1898 es el tema que por décadas venimos bamboleando en Puerto Rico. Ese es el asunto para cuya solución hasta líderes independentistas que de vez en cuando recuerdan a Albizu y lo citan, aceptan la exigencia de primeramente auscultar si la nación interventora no sólo le permitiría al gobierno colonial consultar al pueblo, sino en qué términos deberá el gobierno colonial redacta las opciones que le presente y hasta si está dispuesta a aceptar lo que el pueblo responda. Olvidan o ignoran la advertencia de Albizu de que la libertad «no es plebiscitable» y que debemos dejar de darle vueltas a la noria.
«Pónganse de acuerdo y entonces hablamos» –les han venido diciendo los yanquis por décadas a quienes les han pedido permiso para expresarnos sobre qué queremos que ellos finalmente opten por hacer con nosotros y con nuestra patria –la de Betances, la de Albizu, la de Filiberto y Farinacci. A lo que hace referencia la nación extranjera que detenta el poder sobre Puerto Rico es a que nos pongamos de acuerdo sobre cuánto atropello estamos dispuestos colectivamente a aceptar; sobre cuán corta o cuán larga queremos que sea la cadena que lamemos.
¿No es simplemente bochornoso que a un pueblo se le pregunte si quiere ser libre o no? Cualquier lector en cualquier lugar del mundo respondería afirmativamente sin la menor vacilación, pero no así en Puerto Rico. Aquí la mayoría diría lo que creería honestamente que serían muy buenas razones por las cuales no es –repito, no es– bochornoso que una nación invasora le pregunte a la invadida si quiere ser libre o seguir bajo su yugo. Los propios invasores, los mismos que –derrotados– se han visto forzados a retirarse de Iraq, no les hicieron semejante pregunta a los iraquíes y seguramente son los primeros en reírse de nosotros los puertorriqueños –seguidos del resto del mundo.
Quizás esté de más decir –«quizás», he dicho– que no se trata de que los boricuas, o la mayoría de nosotros, nazcamos dóciles, imbéciles o serviles, sino que es el ambiente cultural el que pone a la mayoría de nosotros así. El gobierno de Estados Unidos, incluso el actual régimen de Obama, no improvisa. En Puerto Rico fue internándose sutilmente en la conciencia colectiva por medio de la penetración cultural. Para ello comenzó con la utilización de impresionantes espectáculos marciales con sus respectivas bandas musicales que iban familiarizando a los ciudadanos con una «pasiva» presencia militar. Simultáneamente se colaron en el subconsciente de los estudiantes de modo paulatino, pero firme y sistemático, a través de los sistemas escolares y universitarios. Mientras tanto, hicieron lo mismo con el resto de la población por medio de la comunicación masiva y la distribución de prebendas y por muchos años lucharon –eso sí, sin éxito– por arrebatarnos el español y substituirlo con el inglés. El invasor yanqui lo controla todo en Puerto Rico y solamente le permite al pueblo cautivo optar y decidir en asuntos que no podrían de modo alguno poner en riesgo el fuerte agarre que nos tiene alrededor del pescuezo.
Cuando surgió en Puerto Rico un líder de la talla y la madera de Pedro Albizu Campos, el gobierno de Estados Unidos se percató de que era él quien podía aguarle la fiesta y optó por sacarlo del medio con prebendas, con la cárcel y, cuando todo les falló, optó por el asesinato como lo hizo en Colombia con el patriota Eliécer Gaitán en 1948. En el caso de Albizu, contrario al de Gaitán, se trató de un proceso subrepticio de asesinato a largo plazo que comenzó en 1951. Con Filiberto no hubo disimulos. Lo asesinaron abiertamente en su propia casa y de paso acabaron con la organización clandestina que dirigía.
Aunque toda la América Latina ha observado cómo ha operado históricamente el gobierno yanqui para ejercer control en la región, convendría echarle un vistazo a la historia de su presencia en Puerto Rico pues, bajo el estilo relativamente sedoso de Obama, el modo de actuar será muy parecido al utilizado aquí. Así que, cuidado, que Obama tira la piedra y esconde la mano.