jueves, enero 28, 2010

La desolada noche de Puerto Príncipe

La Grand Rue de la capital haitiana es el lugar más peligroso cuando cae el sol

FRANCISCO PEREGIL | Puerto Príncipe


Algunos fotógrafos confiesan su impotencia. Han captado miles de escenas en la Grand Rue de Puerto Príncipe. Por la mañana, los saqueos en las ruinas de los comercios, las peleas entre bandas, los policías poniendo orden, el polvo blanco de los escombros, los cadáveres, las fachadas como gigantescas bocas a punto de tragarse a los transeúntes. Y por la noche, el polvo negro, fogatas de basura ardiendo, la gente tapándose la nariz con la camisa para evitar el olor a muerto... Cada vez que buscan imágenes de violencia, de saqueo, de pobreza, de destrucción, allí las encuentran. Y, sin embargo, se quejan de que ninguna fotografía logra reflejar la desolación que emana de ese lugar cuando cae la noche.

Era la calle con más tránsito antes del terremoto y ahora tal vez sea en la que más muertos quedan por sacar. Cada mañana vuelve a llenarse de transeúntes, saqueadores y policías. Pero la noche llega de golpe a la seis menos veinte y se convierte en uno de los lugares más peligrosos. Los restos de un cadáver ardiendo iluminan una esquina. Como nadie viene a retirarlo, los vecinos han decidido quemarlo para que huela menos. Cruza algún perro y más allá un cerdo pequeño. Al pasar junto a las cuatro torres inclinadas de lo que fue el mercado de abastos, se atisba a alguien avanzando por una calle de varios kilómetros. El solitario en medio de la tiniebla parece sacado de alguna película de terror. Sin embargo, el manotazo de la naturaleza es tan nítido en esa calle que más que miedo el cuadro infunde compasión. Las casas que aún quedan en pie están en ruinas. Pero hay gente que aún duerme en ellas. Conversan en la puerta a la luz de una vela. Toman el fresco, escuchan música. Se hallan bajo unos soportales que a duras penas se sostienen. Y no parecen tener miedo a una nueva réplica a pesar de que desde el 12 de enero ha habido 50.

En otras partes de la ciudad se puede oír el sonido de los generadores. Pero aquí no hay ninguno. Sólo dos calles arriba se encuentra el palacio, frente al que cientos de personas han improvisado un campamento. Allí hay más vida. Hace un rato, la gente corrió asustada por allí sin saber muy bien adónde refugiarse cuando cayeron las primeras gotas; y después regresó alegre a sus tenderetes cuando se dieron cuenta de que una noche más no se les mojarían las mantas ni la ropa. Pero en la Grand Rue cada uno va a lo suyo, cuando se habla se hace en susurros.

Lo que no ilumine el coche es como si no existiera. Ni la policía ni los cascos azules de la ONU patrullan de noche por la Grand Rue. Entre las calles que la cruzan hay quienes han construido su pequeño parapeto de escombros. El niño de cinco años que vende comida sonríe. La mujer que pasa con la jamba de una puerta y una vela en la mano también lo hace. Pero la gente se echa mano a la barriga cuando ve a un blanco. Y pregunta por la ayuda.