Es una especie de axioma que todo personaje con algún grado importante de incidencia en la vida política del país sea, al mismo tiempo, una personalidad polémica, alrededor de la cual se gestan y expresan manifestaciones de adhesión a sus planteamientos y acciones, así como también expresiones de oposición y rechazo.
Rafael Correa es un claro ejemplo de ello. En tanto cabeza de un proceso político democrático inédito en el país en las últimas décadas, es objeto de entusiastas testimonios de apoyo entre los sectores populares, así como también es blanco de cerradas críticas y ataques lanzados desde las esferas del poder económico. Como hábil político, y en correspondencia con su propuesta programática, ha sabido encontrar el momento y la forma de alimentar el caudal de apoyo cuando al parecer éste pierde intensidad y magnitud. La disolución del Congreso, la decisión de poner fin al “convenio” que entrega a Estados Unidos la base de Manta, la respuesta a la invasión de Uribe a nuestro territorio, la confiscación de los bienes a banqueros como los Isaías y Peñafiel o la reciente declaratoria de mora en el pago de la deuda externa, son algunos ejemplos de su quehacer político que han marcado posiciones, alimentando adhesiones y excitando a los detractores.
En general Correa actúa para fortalecer con respaldo de masas al proyecto político en curso, aunque por norma busca que tal apoyo no rebase los límites de una acción en los hechos pasiva, sin desbordar en participación callejera y menos aún cuando, al tiempo que se manifiesta apoyo al proyecto, se busca enfrentar a quienes se oponen a los cambios propuestos y se demanda ir más a fondo. Y en eso el Presidente yerra, al punto que en ocasiones, inexplicablemente, choca con sectores que se han mostrado abiertos defensores y actores del proceso político en curso.
Eso ocurrió hace pocas semanas cuando, sin éxito alguno, demandó sanciones para más de una decena de estudiantes secundarios, entre ellos algunos dirigentes de la FESE, por participar en las movilizaciones callejeras que demandaban la entrega del carné estudiantil y se oponían a la pretensión de los transportistas de elevar las tarifas de transporte; por esos mismos días también acusó de “infantilismo de izquierda” a los dirigentes de la FEUE por solicitar la inmediata aplicación del precepto constitucional que consagra la gratuidad de la educación superior; y, en estos días, frente al justo pedido del magisterio de que se eleve su sueldo en quince dólares, acremente atacó a la Unión Nacional de Educadores y a sus dirigente, al punto de anunciar que iniciará la construcción de un nuevo gremio de maestros, o lo que es lo mismo, promoverá la división de la UNE.
Pronunciamientos de esa naturaleza lo menos que pueden producir es el amortiguamiento del entusiasmo y apoyo al presidente Correa de parte de esos sectores de masas, y lo que es más grave, al proyecto político de cambio que va más allá de la voluntad y los quehaceres del Presidente de la República. Sin embargo, y lo que merece pleno reconocimiento, es la respuesta madura de los dirigentes de esas organizaciones que han sabido privilegiar los objetivos del proyecto frente a lo que podría calificarse como intemperancias del Presidente.
Correa equivoca al atacar a la UNE, a la FESE o a otras organizaciones que apoyan su gestión y demandan la aplicación de un programa que afecte los privilegios de los ricos y redima a los sectores más empobrecidos; se equivoca porque los enemigos del cambio no son los maestros organizados en la UNE sino los banqueros que chantajean frente a la Ley de Seguridad Financiera, los grandes industriales que buscan y encuentran la forma de burlar el mandata que pone fin a la tercerización e intermediación laboral, los grandes medios de comunicación que a diario trabajan por crear una corriente de oposición al gobierno. Los enemigos del cambio son la oligarquía y el imperialismo norteamericano y no las organizaciones populares y de izquierda.
El Presidente debe corregir, superar las respuestas viscerales que afectan no solo a su imagen sino al proyecto en su conjunto. Rafael Correa busca desconocer y anular la participación de las masas en los procesos políticos, mostrando un marcado personalismo que raya en la pretensión de cumplir un papel mesiánico, que es mucho más grave que un comportamiento calenturiento, pues en ese caso estamos frente a un problema de concepción ideológica y política respecto de los actores de los procesos de cambio.
Rafael Correa es un claro ejemplo de ello. En tanto cabeza de un proceso político democrático inédito en el país en las últimas décadas, es objeto de entusiastas testimonios de apoyo entre los sectores populares, así como también es blanco de cerradas críticas y ataques lanzados desde las esferas del poder económico. Como hábil político, y en correspondencia con su propuesta programática, ha sabido encontrar el momento y la forma de alimentar el caudal de apoyo cuando al parecer éste pierde intensidad y magnitud. La disolución del Congreso, la decisión de poner fin al “convenio” que entrega a Estados Unidos la base de Manta, la respuesta a la invasión de Uribe a nuestro territorio, la confiscación de los bienes a banqueros como los Isaías y Peñafiel o la reciente declaratoria de mora en el pago de la deuda externa, son algunos ejemplos de su quehacer político que han marcado posiciones, alimentando adhesiones y excitando a los detractores.
En general Correa actúa para fortalecer con respaldo de masas al proyecto político en curso, aunque por norma busca que tal apoyo no rebase los límites de una acción en los hechos pasiva, sin desbordar en participación callejera y menos aún cuando, al tiempo que se manifiesta apoyo al proyecto, se busca enfrentar a quienes se oponen a los cambios propuestos y se demanda ir más a fondo. Y en eso el Presidente yerra, al punto que en ocasiones, inexplicablemente, choca con sectores que se han mostrado abiertos defensores y actores del proceso político en curso.
Eso ocurrió hace pocas semanas cuando, sin éxito alguno, demandó sanciones para más de una decena de estudiantes secundarios, entre ellos algunos dirigentes de la FESE, por participar en las movilizaciones callejeras que demandaban la entrega del carné estudiantil y se oponían a la pretensión de los transportistas de elevar las tarifas de transporte; por esos mismos días también acusó de “infantilismo de izquierda” a los dirigentes de la FEUE por solicitar la inmediata aplicación del precepto constitucional que consagra la gratuidad de la educación superior; y, en estos días, frente al justo pedido del magisterio de que se eleve su sueldo en quince dólares, acremente atacó a la Unión Nacional de Educadores y a sus dirigente, al punto de anunciar que iniciará la construcción de un nuevo gremio de maestros, o lo que es lo mismo, promoverá la división de la UNE.
Pronunciamientos de esa naturaleza lo menos que pueden producir es el amortiguamiento del entusiasmo y apoyo al presidente Correa de parte de esos sectores de masas, y lo que es más grave, al proyecto político de cambio que va más allá de la voluntad y los quehaceres del Presidente de la República. Sin embargo, y lo que merece pleno reconocimiento, es la respuesta madura de los dirigentes de esas organizaciones que han sabido privilegiar los objetivos del proyecto frente a lo que podría calificarse como intemperancias del Presidente.
Correa equivoca al atacar a la UNE, a la FESE o a otras organizaciones que apoyan su gestión y demandan la aplicación de un programa que afecte los privilegios de los ricos y redima a los sectores más empobrecidos; se equivoca porque los enemigos del cambio no son los maestros organizados en la UNE sino los banqueros que chantajean frente a la Ley de Seguridad Financiera, los grandes industriales que buscan y encuentran la forma de burlar el mandata que pone fin a la tercerización e intermediación laboral, los grandes medios de comunicación que a diario trabajan por crear una corriente de oposición al gobierno. Los enemigos del cambio son la oligarquía y el imperialismo norteamericano y no las organizaciones populares y de izquierda.
El Presidente debe corregir, superar las respuestas viscerales que afectan no solo a su imagen sino al proyecto en su conjunto. Rafael Correa busca desconocer y anular la participación de las masas en los procesos políticos, mostrando un marcado personalismo que raya en la pretensión de cumplir un papel mesiánico, que es mucho más grave que un comportamiento calenturiento, pues en ese caso estamos frente a un problema de concepción ideológica y política respecto de los actores de los procesos de cambio.