jueves, febrero 05, 2009

Comunicación: expresión de la libertad

Por: Franklin Falconí*

“A la doctrina de los tiempos sigue indispensablemente la historia de los progresos humanos. Querríamos observar siempre en ésta al hombre vuelto un héroe en la conquista de los conocimientos. Desearíamos verle siempre superando los obstáculos que le opone la universal y misteriosa naturaleza, y penetrando los secretos más recónditos, que hacen más inaccesibles todos los entes que la componen”.

Eugenio Espejo, 1792, primer número de “Primicias de la Cultura de Quito”

Esta cita es una clara expresión del pensamiento ilustrado de Espejo, que como los grandes filósofos franceses del silgo XVIII, como Dionisio Diderot, partía de una base materialista, en el sentido de combatir el dogma feudal y religioso, y de reconocer la posibilidad cierta del conocimiento científico. Aunque, por obvios límites históricos, dejaba abierta la puerta a una concepción idealista sobre la sociedad, como aquello de pensar que las condiciones de vida de un pueblo están determinadas por el marco jurídico que el Estado tenga.

Idealista porque es claro que la satisfacción máxima de las necesidades de las masas no vendrá solamente de una nueva Constitución, o de nuevas leyes, o de nuevas instituciones, o de simples cambios en la actitud moral de las élites, como lo creía Espejo, y por lo cual no se le puede culpar ya que era la expresión de lo más avanzado del pensamiento de su época. Ahora sabemos que el cambio real, la satisfacción máxima de las necesidades de las masas solo vendrá de una revolución en la base material de la existencia social, es decir, del cambio de la forma en que se producen los bienes materiales, del establecimiento de nuevas relaciones sociales de producción. Vendrá a nuestro país, cuando “la tortilla se vuelva”, como dice una canción. Cuando los trabajadores arrebaten a los burgueses la propiedad de los medios de producción y construyan sobre las ruinas del viejo sistema, una nueva sociedad, nuevas relaciones sociales de producción, nuevos paradigmas ideológicos, nuevos imaginarios.

Sin embargo, el periodismo y la comunicación en general, no han dejado de ser para los pueblos, como lo fue para Eugenio Espejo en su momento, un arma de primer orden para combatir por el cambio, por la libertad, y en eso su legado continúa vigente.

Es el momento del beneficio de la luz

Tuvieron que pasar 187 años desde que en Amberes, Bélgica, salió el primer periódico de la historia, llamado “Ultimas Noticias”, y tuvieron que pasar 99 años desde que apareció el “Mercurio volante”, en México, primer periódico de América Latina, para que en nuestro país, que en ese entonces era la Real Audiencia de Quito, aparezca el “Primicias de la Cultura de Quito”, que fundó Espejo. Llegó tarde, sí, pero llegó en el momento preciso en que nuestra patria requirió “del beneficio de la luz”, como lo dijo “El duende” en la presentación de su primer periódico.

Para nosotros, para las nuevas generaciones de comunicadores, este es el momento del “beneficio de la luz”. El Ecuador y América Latina requieren de un nuevo comunicador social, de un nuevo periodista, que se corresponda al momento histórico que vivimos. Un momento de cambios a favor de la democracia, de la soberanía, de la interculturalidad en equidad, de la solidaridad, del trabajo como realización material y espiritual del ser humano, de la paz y del progreso.

Nosotros, en la Universidad Técnica de Cotopaxi, vemos al nuevo comunicador como un profesional altamente humanista y técnico, creativo, vinculado profundamente a los pueblos. Ello quiere decir que no es el simple transmisor de mensajes de ciertas fuentes a miles de receptores sin rostro y sin alma. Tampoco el sostenedor del sistema, el defensor de la “estabilidad”, mucho menos el reproductor de viejos e hipócritas paradigmas como el de la imparcialidad.

No, hoy ningún ecuatoriano puede pensarse imparcial, mucho menos el comunicador de nuestra universidad. Además de que es un absurdo filosófico, la imparcialidad solo es una treta sucia del periodismo del viejo sistema para engañar a las masas, para penetrar en la conciencia con informaciones sesgadas, con mensajes manipuladores.

Si en los años 1600, en Inglaterra, el periodismo de los Whigs fue revolucionario frente al de los Tories (es decir el de los liberales frente al de los conservadores), luego, cuando triunfó la revolución liberal, ese mismo periodismo se convirtió en aplacador de los ánimos libertarios de los trabajadores. Los revolucionarios que al grito de Igualdad, libertad, fraternidad, arrasaron en Inglaterra y más tarde en Francia con el viejo régimen feudal, habían despertado a un coloso en su proyecto: a los trabajadores; y una vez triunfantes, se propusieron aplacarlo, engañarlo, dormirlo. Para lograrlo fue necesario un periodismo mezclado con entretenimiento; más bien, entrenamiento mezclado con periodismo. Y fue necesario mentir acerca de que los periódicos eminentemente políticos, no lo eran, que eran imparciales, que se debían a los lectores y a nadie más. Engaño que hasta hoy sostienen los grandes medios de comunicación de nuestro país, ¿o acaso no hemos visto y escuchado, con mucha rabia por cierto, a Jorge Ortiz de Teleamazonas llenarse la boca de una supuesta imparcialidad y objetividad al momento de entrevistar a los personajes políticos?

El nuevo periodista ya no cree en los viejos mitos, como aquel de que para hacer una noticia hay que ubicarse por fuera del entramado social, por fuera de los actores sociales. El nuevo periodista sabe bien que él mismo es uno de esos actores, sabe que con lo que diga o deje de decir habrá generado movimiento en ese entramado, y que todo lo que pasa en ese entramado, necesariamente le afecta a él.

El nuevo periodista no se cree incorpóreo, una especie de ser sobrenatural que solo mira desde una nube lo que pasa, y lo transmite, sin emociones de por medio, sin interpretaciones ideológicas, sin posturas políticas de por medio. No, él se sabe parte de la realidad que usa como materia prima para fabricar sentidos, se entiende como el constructor de la realidad social, al menos como quien entrega la versión más aceptada de esa realidad. Más aceptada no necesariamente por cierta, sino por ser una especie de autoridad que le es conferida por el sistema.

El nuevo comunicador social de la UTC no solo hace periodismo, y desde esa perspectiva, no solo está formado para ser apéndice de los medios, es quien está capacitado para facilitar el encuentro entre las diversas expresiones culturales de nuestros pueblos. Encuentros que nos permitan unificarnos en nuestra común condición de explotados, y que sirvan para construir propuestas en todos los planos, de un proyecto de sociedad incluyente, equitativa, solidaria.

Es el que, como Espejo, desenmascara al poder, mina al sistema. Se compromete con los anhelos libertarios de los trabajadores.

Hablamos entonces de un comunicador que entiende a la comunicación como un fenómeno social, originado en la interrelación, no necesariamente en igualdad, entre las personas, fenómeno que se produce a través códigos y significaciones, a través de entidades culturales, en una etapa histórica determinada y en un contexto específico. Es decir, entiende a la comunicación como un proceso determinado por la lucha de clases, de ninguna manera neutro.

Por eso nosotros hablamos de procesos de comunicación alternativos, que permitan esa interrelación igualitaria entre los pueblos, pero que combata contra los opresores, contra el viejo régimen económico, social y político.

En el ámbito cultural, el nuevo comunicador no trabaja como el justiciero que “rescata” la cultura popular, trabaja para promover los aspectos más positivos de la cultura popular, porque siendo el reflejo de una realidad material existente en esta etapa histórica, no todo lo que existe como cultura popular en este sistema es bueno, o es progresista.

El nuevo comunicador genera espacios de discusión, de debate franco y sin prejuicios entre los diversos sectores populares, entre las diversas organizaciones sociales y políticas del espectro popular, porque tiene como reto plantear nuevas agendas informativas, nuevos protagonistas de los hechos, tiene como reto mostrar el camino.

Tal vez lo complejo será, entonces, esclarecer la discusión y desenmascarar a quienes se dedican a confundirlo todo.

El sentido del cambio

En estos días, todo quien actúa en el tablero político sabe que debe hablar de cambio si quiere seguir vigente. Todos, desde los más retrógrados personajes, que llevan sobre sus hombros la responsabilidad histórica de la miseria, el atraso y la dependencia del país, dicen que representan el cambio. Y sí, cada uno, a su manera, quiere el cambio. En el caso de los grupos oligárquicos de nuestro país, tratan de cambiar, pero de cambiar de bolsillo para llenar la riqueza que extraen de los trabajadores.

Desde que el neoliberalismo entró en crisis como modelo económico y político, la oligarquía y el imperialismo buscan darle forma a un nuevo modelo de acumulación. Algunos le apuestan al viejo modelo keinesiano, reformista y socialdemócrata, que trata de disimular la explotación, volviéndola, en apariencia, democrática y justa.

Otros, desde sectores medios de la sociedad, desde la intelectualidad pequeñoburguesa, buscan darle salida a los problemas de identidad que sufren en su conciencia divida entre ser parte de las clases dominantes, o representar a las clases dominadas, y se dedican a inventar terminología, para llamarle al imperialismo simplemente imperio, o a las clases sociales sujetos sociales, o las masas multitudes. Y en su proyecto político eternamente inconcluso, le ponen apellido al Socialismo, y lo llaman: “Socialismo del siglo XXI”.

Un apellido que lo vacía de rigor científico, que lo vuelve una entelequia de cafetín. Uno de estos intelectuales es el académico mexicano de origen alemán, Heinz Dieterich Stefan, que dice que su socialismo del siglo XXI busca un Estado no clasista, y como consecuencia de ello, un ciudadano “racional”, ético-estético”.

Absurdos en plano teórico, puesto que no toma en cuenta la existencia objetiva de las clases y de la lucha de clases, no solo en el capitalismo, sino también en el socialismo. No puede existir, bajo ninguna circunstancia un Estado no clasista, puesto que el Estado se formó, históricamente, como una necesidad de las clases dominantes para ejercer poder sobre las clases dominadas, si no existiera la necesidad de dominar, no existiría la necesidad del Estado.

Claro que la humanidad camina hacia una sociedad sin clases, pero ello implica una sociedad sin Estado, es decir, el Comunismo.

En el Socialismo, las clases trabajadoras son las que ejercen dominio sobre la burguesía, y requieren del Estado para lograrlo. Entonces, en una primera etapa, en la transición al Comunismo, el Estado de los trabajadores trabajará, luchará para abolir las clases y, como consecuencia de ello, para autodisolverse. En el capitalismo, sucede lo contrario, por más que en apariencia la burguesía se oponga al Estado (cuando lo acusa de obeso, de ineficiente, etc.), requiere de él para ejercer su dominio. Un ejemplo actual es el gran salvataje que los monopolios financieros internacionales recibieron del Estado, tanto en Norte América como en Europa y Japón. Requieren de ese Estado para emprender en guerras fratricidas, en masacres como la que Israel emprende sobre Palestina, con la complicidad de los Estados Unidos.

Es un democratismo utópico, irreal, pensar que puede existir un Estado que represente a todas las clases, que concilie los intereses de todas las clases. Y este absurdo se expresa en conocidas propuestas políticas de la socialdemocracia, como aquella de la gran concertación nacional. Es decir, el acuerdo y la convivencia feliz entre explotadores y explotados.

El discurso de ciudadanía


Otra de las trampas teóricas creadas por la burguesía y la pequeñoburguesía es aquella de una sociedad de ciudadanos. Como lo dice Guillermo Navarro en un ensayo que apareció en un folleto que el periódico OPCIÓN publicó para denunciar el trabajo secreto y profundamente ideológico de las ONGs gringas en nuestro país: “el discurso de ciudadanía significa en el fondo la conquista de derechos civiles y sociales mínimos por parte de los ciudadanos. E implica que los ciudadanos además de derechos tienen obligaciones, la ciudadanía exige un compromiso de los ciudadanos con las leyes vigentes, como la contrapartida de la inclusión de esos derechos en el orden legal. Exige entonces, en función de la concreción de esos derechos, una defensa del orden estatuido. Es decir, busca, en esencia, sostener el status quo, el sistema capitalista”. Lo ciudadano y lo revolucionario, no se corresponden.

Por otro lado, el término ciudadanía pretende ocultar las diferencias clasistas de la sociedad. Entonces, tan ciudadano es el magnate Álvaro Noboa, como uno de los trabajadores de 14 años de edad, que son esclavizados en sus bananeras.

Este discurso, del cual solo he tomado dos aspectos por motivo de espacio, es opuesto al discurso de lo más avanzado de la actual etapa histórica. Para la izquierda revolucionaria, la sociedad es un objeto de estudio factible desde el ángulo de la ciencia, y por tanto, la existencia de leyes objetivas que determinan su desarrollo es un hecho. Y, en ese sentido, sabemos que en este momento de la historia hay una disputa entre las clases explotadoras y las clases explotadas por el poder político del Estado, a través del cual se pretende, en el un caso sostener la explotación y en el otro abolirla, y que por más que se intente distorsionar el sentido del cambio, éste se impondrá en su real magnitud.

Sabemos que los protagonistas de ese cambio son los trabajadores y los pueblos, y el papel del nuevo periodismo será, entonces, contribuir de manera decidida en ese proceso emancipador, tal como lo hizo Eugenio de Santa Cruz y Espejo en su tiempo; revolucionario que, a partir de ahora, guiará el espíritu de las discusiones sobre la comunicación que en nuestra universidad se lleven adelante.

* Franklin Falconí es editor del quincenario Opción