Por: Guido Proaño A. Periódico Opción
Alberto Acosta, ex presidente de la Asamblea Constituyente, ha señalado que el Presidente Rafael Correa ha sufrido “una liposucción ideológica del grupo que lo rodea y que mina sus sólidas bases revolucionarias de izquierda”. Seguro que Acosta se equivoca, lo que hoy ocurre con Correa tiene su origen años atrás, cuando, para ganar las elecciones presidenciales, experimentó un implante artificial de izquierdismo que, al pasar del tiempo, va perdiendo su efecto y mostrando la verdadera personalidad política del presidente.
Los tres años y medio de gestión presidencial son tiempo suficiente para descubrir qué se esconde detrás de las palabras –aunque en algunos casos el discurso es elocuente- y, sobre todo, a dónde nos conducen sus acciones.
Los primeros meses de su gestión nos acostumbró a su arenga efusiva y aparentemente antioligárquica, en la que los denominados pelucones se convirtieron en el blanco de ataque. El pueblo se sentía bien con ello, identificado con un personaje con los “pantalones bien puestos” para decir lo que todos sentían. La efusividad del presidente persiste, pero los blancos han variado; ahora, por excepción –o para guardar las apariencias- reprocha a uno que otro pelucón, mientras su artillería pesada la reserva para lanzarla en contra del movimiento popular organizado y los movimientos y partidos de izquierda que efectúan críticas a su gestión. Hace poco, en la sesión especial que la Asamblea Nacional de Venezuela efectuó para conmemorar los 199 años de la firma del Acta de Independencia, Correa manifestó que “el mayor peligro para los socialistas del siglo XXI no son los escuálidos, pitiyanquis o pelucones, porque ellos están derrotados y la gente los identifican como los enemigos de la patria, sino aquellos que toman nuestras propias banderas y con fundamentalismos e infantilismos absurdos le hacen un gran daño a los cambios que necesita nuestra región”. También aseveró que la dirigencia indígena del país es “apologista del primitivismo”. Casi en los mismos términos despectivos se refirió respecto de la izquierda y el movimiento indígena en la Cumbre del Alba efectuada en Otavalo pocos días después.
El programa que el gobierno aplica lo sitúa como partidario de un keynesianismo desarrollista que conduce a una modernización capitalista, beneficiosa para la acumulación de sectores de la burguesía. Acompañando a ello, o como parte del proyecto, cursan medidas para fortalecer un estado liberal-burgués centralizado y autoritario. Una política así se encuentra distante de lo que podría entenderse como una revolución en curso o de un proyecto político de izquierda.
A propósito del debate provocado en el país durante la aprobación de varias leyes en la Asamblea Nacional han quedado al descubierto algunos elementos ideológicos y políticos antidemocráticos y reaccionarios profesados por quienes ahora controlan la administración del Estado. Se ha pretendido, por ejemplo, eliminar conquistas políticas de carácter histórico que, inclusive, tienen connotación internacional, como la autonomía universitaria, o impedir la ejecución plena de todo cuanto implica el carácter plurinacional del país. Todo se resuelve con políticas concentradoras (secretarías dependientes de la Presidencia) que fortalecen al Estado capitalista imperante.
Esta centralización desplaza lo que en teoría constituía un pilar de la denominada “revolución ciudadana”: la participación popular. Ésta nunca ha existido como política promovida desde esferas gubernamentales, y cuando los sectores organizados han buscado exponer sus planteamientos han sido desatendidos y reprimidos. El mesianismo, del cual Rafael Correa cree estar investido, suplanta cualquier posibilidad de participación popular activa en los asuntos del Estado. Pablo Ospina, en un interesante artículo presentado en mayo pasado, devela cómo se mira así mismo el Presidente de la República y para eso cita el libro Ecuador: de Banana Republic a la No República, escrito por Rafael Correa. Reproducimos a Ospina: “El desarrollo económico, nos dice el presidente, a diferencia de lo que creen los fundamentalistas económicos, depende también del ‘capital social’ (la cohesión y confianza públicas), el ‘capital institucional’ (reglas formales predecibles y claras) y el ‘capital cultural’ (valores y reglas informales ancladas en la costumbre). Cuando ellas fallan, y el texto da a entender que en el Ecuador fallan completa y penosamente, queda el liderazgo: ‘Buenos líderes pueden ser fundamentales para suplir la ausencia de capital social, institucional y cultural’ (Correa 2009: 195). El libro termina con esa reflexión. Escrito en blanco y negro, queda claro que el presidente en verdad cree que su humilde persona puede ‘suplir’ a los actores sociales”.
De una propuesta y un discurso seudo-izquierdista Correa ha retornado a sus orígenes ideológico-políticos, proceso calificado por la izquierda ecuatoriana como derechización del presidente. Éste siempre alardeó su convicción frente a la doctrina social de la iglesia, conocida también como doctrina social cristiana. Sus promotores siempre han dejado en claro que esa doctrina no se propone poner fin al capitalismo ni tampoco asumir el socialismo como alternativa. Ni lo uno ni lo otro equivale afirmar al primero, al capitalismo, con pequeños cambios que, teóricamente, lo hagan menos pesado para los más pobres, pero, al fin y al cabo, sin eliminar su carácter explotador. Esa convicción política le llevó a Correa a decir que no era ni anticapitalista, ni antiimperialista.
Los tres años y medio de gestión presidencial son tiempo suficiente para descubrir qué se esconde detrás de las palabras –aunque en algunos casos el discurso es elocuente- y, sobre todo, a dónde nos conducen sus acciones.
Los primeros meses de su gestión nos acostumbró a su arenga efusiva y aparentemente antioligárquica, en la que los denominados pelucones se convirtieron en el blanco de ataque. El pueblo se sentía bien con ello, identificado con un personaje con los “pantalones bien puestos” para decir lo que todos sentían. La efusividad del presidente persiste, pero los blancos han variado; ahora, por excepción –o para guardar las apariencias- reprocha a uno que otro pelucón, mientras su artillería pesada la reserva para lanzarla en contra del movimiento popular organizado y los movimientos y partidos de izquierda que efectúan críticas a su gestión. Hace poco, en la sesión especial que la Asamblea Nacional de Venezuela efectuó para conmemorar los 199 años de la firma del Acta de Independencia, Correa manifestó que “el mayor peligro para los socialistas del siglo XXI no son los escuálidos, pitiyanquis o pelucones, porque ellos están derrotados y la gente los identifican como los enemigos de la patria, sino aquellos que toman nuestras propias banderas y con fundamentalismos e infantilismos absurdos le hacen un gran daño a los cambios que necesita nuestra región”. También aseveró que la dirigencia indígena del país es “apologista del primitivismo”. Casi en los mismos términos despectivos se refirió respecto de la izquierda y el movimiento indígena en la Cumbre del Alba efectuada en Otavalo pocos días después.
El programa que el gobierno aplica lo sitúa como partidario de un keynesianismo desarrollista que conduce a una modernización capitalista, beneficiosa para la acumulación de sectores de la burguesía. Acompañando a ello, o como parte del proyecto, cursan medidas para fortalecer un estado liberal-burgués centralizado y autoritario. Una política así se encuentra distante de lo que podría entenderse como una revolución en curso o de un proyecto político de izquierda.
A propósito del debate provocado en el país durante la aprobación de varias leyes en la Asamblea Nacional han quedado al descubierto algunos elementos ideológicos y políticos antidemocráticos y reaccionarios profesados por quienes ahora controlan la administración del Estado. Se ha pretendido, por ejemplo, eliminar conquistas políticas de carácter histórico que, inclusive, tienen connotación internacional, como la autonomía universitaria, o impedir la ejecución plena de todo cuanto implica el carácter plurinacional del país. Todo se resuelve con políticas concentradoras (secretarías dependientes de la Presidencia) que fortalecen al Estado capitalista imperante.
Esta centralización desplaza lo que en teoría constituía un pilar de la denominada “revolución ciudadana”: la participación popular. Ésta nunca ha existido como política promovida desde esferas gubernamentales, y cuando los sectores organizados han buscado exponer sus planteamientos han sido desatendidos y reprimidos. El mesianismo, del cual Rafael Correa cree estar investido, suplanta cualquier posibilidad de participación popular activa en los asuntos del Estado. Pablo Ospina, en un interesante artículo presentado en mayo pasado, devela cómo se mira así mismo el Presidente de la República y para eso cita el libro Ecuador: de Banana Republic a la No República, escrito por Rafael Correa. Reproducimos a Ospina: “El desarrollo económico, nos dice el presidente, a diferencia de lo que creen los fundamentalistas económicos, depende también del ‘capital social’ (la cohesión y confianza públicas), el ‘capital institucional’ (reglas formales predecibles y claras) y el ‘capital cultural’ (valores y reglas informales ancladas en la costumbre). Cuando ellas fallan, y el texto da a entender que en el Ecuador fallan completa y penosamente, queda el liderazgo: ‘Buenos líderes pueden ser fundamentales para suplir la ausencia de capital social, institucional y cultural’ (Correa 2009: 195). El libro termina con esa reflexión. Escrito en blanco y negro, queda claro que el presidente en verdad cree que su humilde persona puede ‘suplir’ a los actores sociales”.
De una propuesta y un discurso seudo-izquierdista Correa ha retornado a sus orígenes ideológico-políticos, proceso calificado por la izquierda ecuatoriana como derechización del presidente. Éste siempre alardeó su convicción frente a la doctrina social de la iglesia, conocida también como doctrina social cristiana. Sus promotores siempre han dejado en claro que esa doctrina no se propone poner fin al capitalismo ni tampoco asumir el socialismo como alternativa. Ni lo uno ni lo otro equivale afirmar al primero, al capitalismo, con pequeños cambios que, teóricamente, lo hagan menos pesado para los más pobres, pero, al fin y al cabo, sin eliminar su carácter explotador. Esa convicción política le llevó a Correa a decir que no era ni anticapitalista, ni antiimperialista.