Cuando el 3 de mayo del 2007 el gobierno de Rafael Correa constituyó la Comisión de la Verdad, envió al país un mensaje de múltiples significados.
Primeramente, le hizo percatar que su historia reciente también formaba parte de la saga de América Latina, caracterizada por los crímenes de lesa humanidad de sus Estados hacia sus propios pueblos. El imaginario del Ecuador como “isla de paz” podría escamotear tal realidad. Pero, no. No podíamos olvidar.
Teníamos que reconstruir ese pasado disperso en la experiencia de los/as encarcelados/as y torturados/as, en el dolor de los/as familiares de los/as desaparecidos/as y desenmascarar el discurso que lo justificó a nombre de la “guerra contra el terrorismo”, como a su turno lo hicieron Pinochet, Videla, actualmente Uribe, y todos los dictadores de nuestro continente. La Comisión de la Verdad, entonces, era un modo de escribir la historia oculta, de develar al terrorismo de Estado como comadrona del modelo neoliberal que se quería implementar en el país.
Constituida por personalidades ligadas a la defensa de los derechos humanos, la Comisión empezaría a funcionar recién el 28 de diciembre de 2007. Para septiembre del 2008 había receptado 427 testimonios de torturas, desapariciones forzadas y asesinatos, la mayoría cometidos durante el gobierno de Febres Cordero (1984-1988). Según un informe parcial, durante éste “se montó un aparato centralizado de represión… El clima de terror era generalizado y la represión constituía una política de Estado”. En efecto, a través de testimonios de decenas de víctimas, pudo establecerse la existencia de “escuelas de torturas” de las FF.AA. y la Policía Nacional que habrían funcionado activamente durante el “febrescorderato” y en donde se aplicaban “castigos físicos, picanas eléctricas, mapas del cuerpo humano (para golpear)… en forma precisa”. Olvidar esto implicaría ignorancia y complicidad, porque la conspiración autoritaria constituye una permanente amenaza a la débil democracia ecuatoriana. Como Elsie Monge declara: “El aparato está más visible, más activo en ciertas coyunturas y tiene un perfil bajo en otras, aunque estas prácticas han continuado a lo largo de todos estos años”.
Pero, cuando el 15 de diciembre de 2008 falleció el autócrata, el gobierno que creó la Comisión de la Verdad, decretó tres días de duelo nacional y honores de Estado en las ceremonias fúnebres. No estaba obligado a ello. Según el “Reglamento del Ceremonial Público”, la Cancillería debe expedir un protocolo en cada caso, en tratándose de muertes de ex Jefes de Estado. Entonces, ¿qué ambiguo y desconcertante mensaje enviaba el Estado ecuatoriano al país y al mundo al rendir honores a un ex gobernante que deshonró el ejercicio democrático del poder? Negarle ese ceremonial hubiera sido lo coherente con su política de recuperación de la memoria. Ahora solo esperamos la congruencia de los/as comisionados/as traducida en un informe objetivo que permita situar al autócrata ante el tribunal de la historia, sin honores, en su verdad desnuda, con un solo mensaje: que nunca se repita.