El venir a estudiar ya con algo de experiencia, me permitió entender que la sociedad no puede sintetizarse en un sistema de ecuaciones; que si los economistas pretenden ser cientistas sociales, no lo lograrán desde unos computadores y alejándose cada vez más del objeto de estudio, que es la sociedad humana. Que cualquier intento de sintetizar en principios y leyes simplistas -llámense éstas el materialismo dialéctico o el egoísmo racional- procesos tan complejos como el desarrollo, está condenado al fracaso.
... Toda sociedad y cultura tiene sus valores y antivalores, y debemos sacar experiencias de todos ellos. Por ejemplo, tal vez por la dureza de vida, creo que un latinoamericano está mucho más preparado que un norteamericano para soportar situaciones extremas. De esta forma, si un norteamericano y un latinoamericano se pierden en la selva, probablemente después de un año será este último el que sobreviva. El problema está en que si se pierden en la misma selva 200 norteamericanos y 200 latinoamericanos, después de un año los primeros ya tendrán su escuelita, sus cultivos, incluso su iglesia, mientras que los latinoamericanos seguirán discutiendo quién es el jefe. Nos falta mucho para aprender a trabajar en equipo. En América Latina cada uno quiere ser capitán y ninguno marinero. ¿Que somos más solidarios? Probablemente, pero se trata de una solidaridad espontánea, sin organización, reactiva. Esa acción colectiva organizada, planificada, ya sea por solidaridad o interés, como claramente tienen los anglosajones, todavía está en ciernes en Latinoamérica, lo cual nos lleva a otro problema: la dificultad de que funcione adecuadamente el estado de derecho, el imperio de la ley.
Otra cosa que admiro mucho del mundo anglosajón es su pragmatismo y sentido de responsabilidad. Si aquí se comete un error, se realiza el análisis correspondiente, se aplican las sanciones del caso, y, sobre todo, se toman los correctivos para que no vuelva a ocurrir el evento. Si en América Latina se comete un error, le vamos a tirar piedras a la embajada de Estados Unidos. Es decir, la culpa jamás es nuestra, siempre es de los demás, y de esta forma no establecemos responsabilidades, peor correctivos, y, como dice Einsten, si hacemos siempre las mismas cosas, obtendremos los mismos resultados. Incluso nos inventamos toda una teoría para echar la culpa a terceros de nuestra pobreza: la Teoría de la Dependencia, es decir, nosotros éramos pobres porque Uds. eran ricos. Nadie puede negar a través de la historia los mecanismos de explotación que ha habido, me lo pueden decir a mí, que hoy soy testigo privilegiado de aquello, pero para poder resolver nuestros problemas debemos aceptar que los principales –aunque no los únicos- responsables de nuestra situación somos nosotros mismos. Si no, como de costumbre, todos vamos a hablar del cambio, pero que cambie el resto, porque yo no tengo nada que cambiar. ¡Qué daño ha hecho el paternalismo en América Latina! Hablar no de pobres, sino de “empobrecidos”, la mitificación del mundo indígena, nuestra eterna victimización, donde todos nuestros males –que los hay, y muchos- son culpa de terceros.
Ni qué decir del amor por la verdad del anglosajón. Recuerdo algo que me impresionó profundamente. Uds. Saben que los latinoamericanos no nos caracterizamos precisamente por la puntualidad, lo cual se supone debe ser un horroroso defecto, que además de falta de respeto significa ineficiencia. Pues bien, si en Ecuador alguien llega tarde, como siempre será culpa del gobierno, ya que argumentará que es el tráfico, el mal servicio de transporte, etc. Sin embargo, acá en Urbana-Champaign, con uno de los mejores sistemas de transporte de USA, muchos latinoamericanos de todas formas llegaban tarde, y como ya no se podía echar la culpa al gobierno, resulta que un amigo me dijo que llegaba tarde porque era feo ser muy puntual. Es decir, el error se convirtió en virtud. Cuánto nos ha costado en América Latina no llamar las cosas por su nombre.
Lamentablemente, ciertos antivalores culturales pueden anular las instituciones formales necesarias para el avance social y económico, y prevalecer como mecanismos de retraso y subdesarrollo. En este sentido, algunos de los antivalores de la cultura latinoamericana que constituyen poderosos obstáculos para que funcionen las instituciones formales, y, en particular, la democracia y el estado de derecho, son, entre otros, la cultura de la trampa, es decir, un inexplicable deseo de romper las reglas de juego formalmente establecidas, donde el que lo hace más y de mejor forma no es el más sinvergüenza, sino tan solo el más “sabido”, con lo cual se destruye toda capacidad de organización; la cultura del poder, donde las acciones se dan en función no de los derechos y obligaciones establecidas por las reglas formales, sino por la conveniencia del coyunturalmente más poderoso; y, finalmente, se encuentra lo que los sicólogos llaman “disonancia cognitiva”, esto es, la incoherencia entre los valores expresados y los valores practicados, lo que genera que en lo abstracto se esté furiosamente contra ciertas conductas y situaciones, como por ejemplo la corrupción e impunidad, y en lo cotidiano se actúe en función de lo supuestamente rechazado. Los mencionados antivalores hacen que las reglas formales, más aún dada la debilidad de las organizaciones para hacerlas cumplir, queden frecuentemente en simples enunciados. De esta forma, estoy convencido que el cambio cultural es lo más importante para el desarrollo. …
Discurso completo: http://www.presidencia.gov.ec/pdf/lillinois.pdf