Por: Fernando Villavicencio V[i].
Mariano Farinango, campesino de la Provincia de Cañar, se hizo policía luego de un frustrado intento de convertirse en migrante; en su adolescencia soñó con ser agrónomo, pero el destino patrio y la desesperación económica lo condujeron a un uniforme, no ingresó a la academia policial, por donde llegan los generales, se quedó abajo en el mundo de los rasos, cabos y sargentos, sus compañeros de botas le dicen “Cabo Cotonete[ii]” por su afición a meterse en partes escondidas y difíciles.
Le enseñaron obediencia, disciplina y lealtad, endureciéndole carne y espíritu hasta secar sus lacrimales, le adiestraron las manos con todo tipo de armas defensoras de la democracia. Ha vivido duras jornadas reprimiendo a gente muy parecida a él: en Dayuma, Molleturo, Zamora, Morona, a los “guambras” del Colegio Mejía; ya ha perdido la cuenta de las bombas lacrimógenas lanzadas y cuántos cuerpos ha sometido, aunque en todas lo felicitaron en nombre de la patria, de la ley y del gobierno revolucionario.
El jueves 30 de septiembre, Mariano Farinango se encontró al otro lado de la realidad, en el hospital de la policía en Quito, donde hace dos días nació su hijo, Walter; llegó a sentirse padre y se encontró con la revuelta. Entonces le tocó moverse entre la cuna y la calle, no podía ser extraño al reclamo de sus compañeros. Inexperto en protestas, tuvo que recordar y acomodar las consignas que tantas veces silenció: “la tropa unida jamás será vencida”, no tenían otra, es la única que registra el diccionario callejero y además tiene rima y musiquita. Prendieron fuego a las llantas que tantas veces apagaron, saludaron con los “guambras” del Mejía que tantas veces reprimieron, y hasta improvisaron pasamontañas con camisetas al estilo “zapatista”, para no ser identificados por los grupos de élite y la inteligencia de PAIS.
¿Qué había tras de esas consignas y de una protesta que inició en un cuartel de Quito y de pronto contagió a los demás recintos policiales del país e incluso a varias unidades militares, ministerios y empresas públicas? Era el rechazo al veto presidencial a la ley de servicio público que modifica y conculca varios derechos y conquistas adquiridas por casi medio millón de trabajadores del Estado. Sí, eso y nada más que eso; y estalló por el lado de la policía, porque otras organizaciones de trabajadores públicos están enmudecidas, la mayoría de sus dirigentes degustando caviar en Carondelet, en nombre de una revolución que se engulló cualquier signo de dignidad y socialismo. La tropa policial y militar son servidores públicos más allá de los roles que cumplan en el Estado y como tal se levantaron, sin siquiera medir las consecuencias de su poder. Los policías ejercieron el mismo derecho de un trabajador de la salud o del ministerio de obras públicas, solo que el impacto dejó en harapos al gobierno y al desnudo lo que en el fondo es el Estado y el poder: “un grupo de hombres armados”.
De pronto, sin que estuviera en la agenda del Cabo Cotonete y demás huelguistas uniformados, el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Rafael Correa, desobedeciendo el descanso médico de 15 días dispuesto por los galenos que intervinieron su rodilla, apareció allí, sostenido en una pierna y en una muleta, con su Ministro de Policía mojado de miedo, entre la tropa, haciendo gala de su estilo de gobierno: soy el Presidente, soy la Asamblea, soy la Corte de Justicia, soy el Gabinete, soy el Comandante de Policía, soy el Estado, soy la democracia.
Con una valentía parecida a estupidez y a provocación, hizo lo que mejor sabe: asaltar micrófonos, cámaras de tv, posicionarse en la tarima, agitar la adrenalina social y extremar pasiones. Emulando al ex Ministro de Energía de Gutiérrez, Carlos Arboleda, “Tarzán de la Alpallana[iii]”, desafió a todos, abriéndose la camisa y pidiendo que lo maten. Como en un Macondo urbano, la presa se lanzó a la pólvora, la víctima con sus propios pies, al menos con uno, fue directo a sus captores, “rogando” que lo secuestren. Desbordó los límites, sobreactuó, y en las puertas del hospital recibió de su propia medicina: saboreó el bromuro de bencilo (clorobenzilideno malononitrilo) o gas lacrimógeno tantas veces usado en contra de “ambientalistas infantiles”, “izquierdistas bobos”, “mineros mafiosos”, “burócratas dorados”, “melenudos”, “bandoleros”, “enemigos del cambio”, como suele acusar cada sábado a quienes no le hacen reverencia.
Farinango con su hijo llegando y las familias de sus compañeros tomados los cuarteles, los jefes: coroneles y generales, intentando calmarlos, incluso bajo amenazas, pero ellos tenían las armas y eran mayoría, casi cuarenta mil frente a unas cuantas decenas de comandantes armados de susto. La cadena de mando y obediencia se hizo trizas, la tropa policial desconoció las órdenes de arriba; los “nadies” se rebelaron calificando a sus comandantes de traidores. Obligados a cumplir órdenes en nombre de la democracia, a dar la cara y poner la bala en nombre de un poder invisible y cobarde, a mancharse las manos para que otros anden limpios, a golpear y luego gritar su dolor en silencio, a encarcelar pobres y hacerse de la vista gorda frente a los peces gordos, ellos solo querían un trabajo para sobrevivir, en una sociedad que no pudo ofrecerles más.
Los oficiales palidecieron, las estrellas opacadas, palas y charreteras huérfanas de brillo. El poder quedó desnudo de poder, los ministros y asambleístas revolucionarios sin guardaespaldas, sin motonetas ni carros blindados, alargando el paso, pisando huevos, parecían vendedores de pólizas de seguro en guerra civil, apenas ropa con carne y hueso.
Los mandos medios de la revolución, corrían a buscar banderitas verdes descoloridas, por facebook y tweeter llamaban a sus pares hasta la plaza grande a defender la democracia y de paso sus puestitos ganados sin concurso de merecimiento; otros los más gatos, por si acaso, mandaron sacar de sus despachos toda prueba que los involucre con varios ceros a la derecha arrancados del erario nacional.
Afectado por los gases, la presión arterial enloquecida, la rodilla inflamada y los nervios destrozados, el Presidente fue atendido en el hospital por médicos y enfermeras de la Policía, se instaló en la habitación 302 donde recibió todas las atenciones, hasta ese momento jamás se habló de secuestro ni nada por el estilo, tanto así que entraban y salían ministros, asambleístas, periodistas de los medios oficiales, en algo muy parecido a un gabinete itinerante de los que arma todas las semanas. Desde el hospital, Rafael Correa, despachó, dispuso el estado de excepción, la movilización militar, se quejó ante sus colegas del mundo, ente la condenada OEA y la UNASUR, ordenó una cadena nacional de radio y televisión ininterrumpida, en la cual solo desfilaron las voces gobiernistas; desde entonces los locutores de la radio pública se convirtieron en agitadores, convocando al país a levantarse para liberar al Presidente secuestrado y sofocar el golpe de estado. Secuestro especial, lleno de periodistas, cronistas gráficos, enfermeras, médicos, enfermos, niños, miembros de fuerzas especiales, asesores venezolanos y el gabinete en pleno entrando y saliendo del escenario de “cautiverio”.
Todas las versiones de médicos, enfermeras, periodistas independientes, oficiales de policía y la lógica de los acontecimientos, conducen a señalar que en horas de la tarde del 30 de septiembre, los guionistas del régimen armaron su propia obra teatral. El Presidente “quería salir con la frente en alto”, no podía abandonar el hospital en medio del himno policial y la calle de honor que le prepararon los Farinangos, Quishpes y Daquilemas, no, él es RC, Revolución Ciudadana, y tenía que salir redimido por su Estado Mayor, convertido en héroe en medio de un teatro de guerra, con muertos y heridos, con recién nacidos asfixiados, mujeres y hombres enfermos, doblemente enfermos, con un hospital bombardeado.
El himno de la policía se había acabado, la calle de honor esperando que salga el Presidente, cuando de pronto, sin aviso, el asalto total, un pequeño Bagdad en Quito. Entre la música de las ametralladoras, gritos y silencios eternos, Rafael es rescatado de las “garras de los golpistas”, por sus grupos de élite, mientras en Palacio la muchedumbre llora y vibra con las imágenes transmitidas en vivo y en pantalla gigante que se había preparado. El héroe llega, hace lo que sabe, se ubica en la tarima, toma el micrófono, mira a las cámaras, acomoda la sonrisa, se pone la alimentadora en la garganta y dispara: “una vez más la revolución ha triunfado, el golpe de estado de la derecha ha sido sofocado, hasta la victoria siempre”
Caído el telón, Mariano corre a ver a su hijo y a su esposa, los abraza y llora las otras lágrimas, aún se siente el gas, Walter se ha bautizado en el oficio de su padre. Al día siguiente, la Fiscalía acusa al Cabo Cotonete de conspiración e intento de golpe de estado contra el gobierno revolucionario.
Mariano Farinango, tiene que renunciar obligatoriamente, como dispone la nueva ley del sector público; los ahorritos y bonos del Estado que reciba, ojalá le alcancen hasta el año 2016, cuando Walter cumpla 16 años, y pueda ir a la Academia de Policía a hacerse General. Para entonces Rafael Correa se postulará a su sexto mandato, Walter ya podrá votar, pero nunca olvidará aquel 30 de septiembre de 2010, cuando junto al Presidente, estuvo secuestrado por su padre, el Cabo Cotonete.
[i] Fernando Villavicencio: comunicador social, militante de Polo Democrático.
[ii] Cabo Cotonete: personaje creado por el actor Carlos Michelena.
[iii] Carlos Arboleda: ex Ministro de Energía de Lucio Gutiérrez, fue bautizado como “Tarzán de la Alpallana”, porque en una asamblea de trabajadores petroleros se abrió la camisa y desafió a que lo maten. Arboleda fue de los primeros personajes en aparecer en los medios oficiales defendiendo al Presidente Correa.